¿Sabías que hace mucho, mucho tiempo, en la otra
parte del mundo, existía un cofre que encerraba todas las palabras bonitas del
mundo? Entonces nadie podía escribir historias bellas. Ya no había ni
escritores, ni poetas. Tampoco había libros, ni sueños, ni canciones. De hecho,
todas las personas comenzamos a
hablar por gestos, ¡y no había quien se entendiera! Se nos olvidaron las
palabras, cómo construir las oraciones con sentido, confundimos las vocales y
perdimos casi todas las consonantes. Otros comenzaron a hablar con palabras
malsonantes y vulgares que nos hacían chirriar los oídos. Y es que, aunque una imagen vale más que mil palabras,
echábamos de menos los secretos susurrados al oído, el poder contarle tus
sueños a otra persona o escuchar la palabra te quiero.
El cofre se hallaba en el interior del corazón del
rey Silencio. Era tan egoísta que
solo deseaba las palabras para él. Además, no quería a las palabras bonitas, ya
que ni las usaba… Quizás no escribía porque se le agotó la pluma, se le evaporó la tinta o porque lo único que
podía decir le dolía profundamente en su interior y mejor que sufrir es no decir nada. Coleccionaba
casi todas las palabras y las guardaba. Las recortaba con cuidado y mezclaba
unas con otras, formando palabras que sonaban tan dulcemente como el sonido del
piano. Solían decir que sus palabras estaban tan perdidas como él.
Las mentiras formaban parte de su piel y su tristeza
le pesaba, ahogaba y agotaba. La tristeza se le metió en los huesos, le inundó
las pestañas y los pulmones. Estaba apunto de adentrarse en lo mas profundo de
su corazón.
Las pocas personas que aún guardaban alguna palabra
decían que el rey Silencio no quería que nosotros hablásemos, porque si fuera
así seríamos felices. Se divertía haciéndose a la idea de que nosotros
estábamos mal. Poco a poco iba arrebatando las pocas palabras que escondíamos.
Pero nadie podía hacer nada, lo único que hacíamos era cruzar los brazos y
esperar que todo esto pasara pronto, se desvaneciera como un sueño por la
mañana.
Él ya se había acostumbrado a la soledad, le parecía
algo normal. No podía sonreír nunca y sus ojos transmitían el dolor que había
soportado; eran de un color oscuro y nadie podía sostenerle más de cinco
segundos la dura mirada. Tenía el corazón roto en pedacitos, aunque pegado con superglue3.
Siempre
llevaba zapatos grandes y un sombrero de ala negro. Arrastraba una maleta y sus
penas por todas partes, como si el pasearlas de un lado a otro fuera a hacerlas parecer más vacías. Vagaba por las
calles de París, de aquí para allá, sin hacerse notar, deslizándose
silenciosamente. Sabía que no se le acercarían, pero le daba igual. Después de
todo, lo único que le diferenciaba del resto era que supo aceptar el monstruo
que llevaba dentro.
Amelie, una niña de unos seis años aproximadamente,
salió a dar un paseo con sus padres por las afueras de la ciudad. Iba caminando
cuando observó un libro que estaba tirado en el suelo. La niña se agachó a
recogerlo. Se dio cuenta de que se titulaba “La mecánica del corazón” y, como el
título le llamó la atención, comenzó a curiosearlo. De pronto, ella se giró y
descubrió que sus padres no estaban a su lado.
Observó que un señor se aproximaba a ella, andaba
despacio, cabizbajo y llevaba una maleta grande y negra. Iba vestido muy
elegante y sobre su cabeza se divisaba un sombrero negro. La pequeña corrió
hacía él desesperadamente, intentando conseguir ayuda. Cuando llegó, se quedó sin palabras. Respiró hondo y trató de
retener las lágrimas dentro de los ojos. Tenía las pupilas a punto de
desbordarse y le temblaban las manos. ¡Ay!, pequeña parisina con dulzura eterna
y tristeza efímera.
En ese momento, el rey Silencio se sumergió en los ojos color cielo de Amelie. Los tenía profundos, de esos que te asomas y
te atrapan. Ojos de tormenta, solía llamarlos yo, porque te empapan con cada
mirada. Arrancaban suspiros aquellos ojos que reflejaban la tristeza de una
mirada atacada por la desilusión. Entonces Amelie soltó su melena, dejando caer
sobre sus hombros aquella hermosa cabellera de oro preciosa, que llegaba hasta
el infinito. Poseía una nariz respingona que parecía un tobogán. Sus mejillas
eras como globos sonrojados.
Esta situación se le clavó en el corazón al rey
Silencio, como si fuera un puñal, y
todos los sentimientos que guardaba en él, comenzaron a liberarse. Todas las
palabras bonitas salieron disparadas por los aires, ya ansiosas porque fueran
utilizadas. Y sus costillas se agrandaron porque no le cabía el corazón. Sus
pulmones le parecían pequeños para todo el aire que quería respirar. Abrió la
boca, cerró los ojos, y en ese instante le gritó al mundo que ya estaba
preparado, que estaba vivo, que estaba aquí y que necesitaba que todos lo
escucharan. Justo entonces gritó que ya estaba totalmente preparado para ser
feliz.
Por suerte, yo estaba cerca de allí y pude salvar a
algunas. Las metí en mis bolsillos que estaban ya casi llenos de sonrisas.
Después las deposité en una caja de galletas, que escondí en mi ático parisino,
donde el aire huele a tortitas recién hechas, a chocolate fundido y a batido de
fresas. Allí también escondo historias, sueños, libros, canciones y alguna que
otra mentira. Me gusta tocar el saxofón delante de la caja abierta, ya que
pienso que así encerraré melodías dentro de sus paredes. Tengo la caja desde
hace muchísimo tiempo, y aún así no conozco ni la mitad de lo que hay dentro.
Pero… si quieres, te puedo contar alguna palabra bonita mientras te hago unas
tostadas, ¿cómo las prefieres, con mantequilla, o sin nada?
Madre, hijo, amistad, justicia, amor, te quiero,
paraíso, libertad, principio, cariño, …